Hace un tiempo me enteré de que los niños pequeños se tapan los ojos cuando pasan vergüenza porque creen que, así, las personas de su alrededor tampoco les ven a ellos. La vida se colorea en negro para todos, la materia se desintegra y la vergüenza con ella. Sinceramente, me parece una opción brillante. Si de verdad lo que entendemos como vida resulta que se desarrolla dentro de nuestros envoltorios, en la materia gris tan estudiada como desconocida, debería ser una medida solvente y suficiente escondernos de nosotros mismos. ¿Los demás?
A quién le importa.
We don't need no education, que decían unos tales
Pink Floyd. Crecemos y no se hace esperar, empieza a ser patente la necesidad de esconderse, de no ser vistos, de intimidad real. No vale más refugiarse en uno mismo, hay que seleccionar y bien la información que queremos o podemos dar, de lo que somos y lo que hacemos, al resto. Se comienza escondiendo la camiseta tras habérnosla manchado de tomate, pero cada vez la necesidad es más acuciante y las intenciones menos honestas. Al más puro estilo
Dexter, la transparencia mete los pies en barro y se empieza a seleccionarla información con la meticulosidad y el oficio de un metrónomo.
El resultado de esta evolución es el ser adulto: una continua batalla entre lo que decidimos mostrar y lo que realmente somos. Aunque decidamos vivir como lo que somos, nos es prácticamente imposible olvidarnos de que necesitamos ser nosotros mismos tanto como tener un mínimo de control sobre las situaciones que nos rodean. Una tarea cansada y poco agradecida, una tarea completamente antitética al instinto. Una tarea, por tanto, específicamente
humana.