El nombre del blog lo tomo de una traducción desordenada de una canción de la mejor banda de todos los tiempos, Radiohead: Where I End And You Begin. Donde yo termino de escribir y tú comienzas a opinar qué te parece lo que estás leyendo. Os toca.

miércoles, 2 de noviembre de 2011

Lobo estepario


Siento que nada me pertenece, estoy de pie en un mundo donde gobierna la casualidad y el descontrol, rodeado de personas como yo, con mis inquietudes, intentando simplemente entender qué sucede. Qué demonios está pasando. Pero no entiendo nada. Tengo la sensación de estar aquí, de existir, de mantenerme en pie en el sitio correcto, pero sin embargo, sé que hay algo diferente.

Me encontré rodeado de edificios familiares, estaba en mi ciudad, allí donde empieza la rutina, en el camino a casa tras una jornada de trabajo normal. El cielo lucía despejado, un azul claro que enblanquecía según alzaba la cabeza. Seguí alzándola hasta que la quemazón me devolvió la vista a una avenida desértica. Debía de ser mediodía, aunque la claridad era tal que no prometía haber más que cielo, una estepa infinita de tamaño inabarcable.

Seguí andando por la avenida hasta darme cuenta de que estaba solo. No la sensación de encontrarme solo en el mundo, sino la certeza empírica de que no había absolutamente nadie a mi alrededor. Tan solo yo ante una autopista hacia el cielo flanqueada por edificios fanstasma, borrados de cualquier rastro de actividad, de vida, despojados de sentimientos, vacíos. La calma sobrevino mi tranquilidad cuando el olor a mar invadió mis sentidos. La brisa aguardó el estruendo final, fue entonces cuando giré la cabeza y una ola gigantesca irrumpió la avenida y engulló todo aquello que encontró a su paso.

Lo siguiente que recuerdo es bracear desesperadamente. No pensaba en nadie más, me daba igual a quién pudiese haber alcanzado el rugido marino, de dónde procedía o si alguien se habría salvado. Yo tan solo necesitaba sobrevivir. Es en los momentos límite cuando te das cuenta de lo bajo de la existencia, nadie importa excepto yo, porque sin mí no existe nadie. Tras nadar hasta la extenuación el agua se evaporó como se evaporan las ilusiones, sin miramientos y sin pedir permiso.

Fui escupido a mitad de camino, allá donde el trayecto ascendente se ceñía a calles más angostas. Cuando recobré el aliento y retomé la verticalidad fui capaz de contemplar uno de los paisajes más bonitos que había visto jamás. Las desgastadas fachadas quedaron impregnadas de una humedad familiar, en definitiva agradable, exhalando calidez y arropándome con tanta dulzura que inmediatamente olvidé todo lo sucedido hasta entonces. Tan sólo existía ese momento, esa fracción de segundo que era mía para siempre. La tonalidad completamente azul de la calle englobaba el ambiente y advertía no dejarme escapar nunca. Y yo estaría enteramente conforme.

Lo cierto es que en contra de mi voluntad aparecí de repente en los alrededores de mi casa,  me convertí en la cruz de madera que sepultaba un paisaje desolador, un cementerio presidido por mi figura, asolado, derruido. No quedaba nadie excepto yo. Familia, amigos, todos evaporados con la brisa marina que empezó entonces a ahogarme hasta la asfixia. Entre toda la tecnología, entre toda la modernidad, el paisaje proclamaba poseer la verdad absoluta, asegurando que eso era la realidad y todo cuando hayamos podido intentar controlarla no había sido más que un juego de niños creyendo ser adultos, el juego de tronos en el que lo real deja de tener importancia simplemente porque nos mantenemos ocupados.

Pude sostenerme sobre mí horas, quizá días, semanas, meses. No lo sé. Finalmente me contemplé en una calle cualquiera. La recorrí y según lo hacía la reconocí familar. Alcancé el final y cuál fue mi sorpresa al girar y ver la plaza en calma, una tarde de otoño común, treintañeras persiguen a sus hijos con un bocadillo de paté entre las manos mientras ellos recorren su inocencia por el mismo lugar donde pasea aquel anciano del Yorkshire, buenas qué tal, pregunta la pelirroja, sentada cada tarde en aquel banco desde que perdió su vida, aquel vagabundo que está cimentando su casa, colocando cuidadoso los cartones uno encima de otro, éste a un lado, éste al otro, ahora me acuesto, seguramente hoy soñará con todo lo que pudo haber sido, soñará con ser el ejecutivo que justo está cruzando el puente del parque, con el desánimo repetido cada anochecer desde hacía veinticinco años.

De algún modo, todos eran conscientes de que había sucedido algo terrible, pero a nadie parecía importarle. Más bien, ya parecían haberlo olvidado. La sensación de existir, de realidad, se tornó entonces más fuerte que nunca y, ahora, entre tantos conocidos, la soledad taladraba cada poro de mi ser. Era un desconocido para todos ellos, tanto como ellos para mí. En una plaza repleta de personas, yo era totalmente invisible.

Recuperé la consciencia y la inercia me guió hasta el banco de metal donde se amotinaba la chica pelirroja. No sabía su nombre, su edad, sus aficiones, sus traumas, ni siquiera sabía si era real. Me giré levemente hacia ella y, antes de que pudiera articular palabra, subió la cremallera de su abrigo de lana, me devolvió la mirada y esbozó una leve sonrisa:

¿Quiénes somos? Somos los que quedamos.