La magia desapareció en él como desaparecen
las cosas que nunca han existido, con un escalofrío gélido que descubre una
realidad que vive con nosotros desde el inicio de la etapa verdaderamente humana,
que no es más que aquella en la que nos empezamos a plantear cosas más allá de
nuestras necesidades vitales. Sobra decir que hay personas que nunca alcanzan
esta fase, o bien la alcanzan y sólo consiguen con ello una involución. Conocer
ese hecho era algo que no escapaba a su comprensión; sin embargo, tener que
asumirlo fue un golpe demasiado duro para él. Había sobrevivido a base de
engañarse y, aunque la mentira es el estatus quo prudente del que desea
mantenerse cuerdo y tener una vida acorde con los estándares sociales aceptables
–aunque incluso el mayor de los desviados acaba siendo genérico-, siempre había
creído en cierto modo que el duende del ser humano, aquello que le hace
diferente a cualquier otro ente, animado o no, acabaría decantando la balanza
en contra de la lógica y, por tanto, a su favor. Pero eso nunca llegó a
suceder. No sabemos, en cambio, qué es lo que le llevó a suicidarse aquella
noche de otoño bajo la fría luz blanca que iluminaba su cuarto de baño, un mohoso
cubículo hacinado en un antro de mala muerte en un suburbio en un recóndito
punto cardinal de la tierra. Bastó una bañera y una cuchilla de afeitar. Algunos
dicen que fue un hecho concreto el que desencadenó la tragedia –como si a
alguien le fuera a importar, exclamó él desde el averno- , otros afirman que sencillamente
dejó de creer.
Nunca nos enseñan
Hace 9 años
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